miércoles, 24 de abril de 2013

Retrato de época



Nací en 1978, un día después del día del maestro. Mamá había comido una paella por algo relacionado a esa fecha y a la madrugada su cuerpo le dijo “la paella o el bebé”. Y salí yo.
Era enorme, pesé cuatro kilos y medio, y la ropita que me había preparado mamá no me entraba. El clásico bebé que ponen en exposición frente a la ventana de la nursery, al lado de un bajo peso, como para el show.
Me parece que ni bien salí de entre las piernas de mi madre alcancé a ver el Chateau, porque por esa época era el epicentro espiritual de Córdoba. Creo que papá había dirigido la obra de iluminación del estadio previo al mundial, y también creo que todos tenían una historia para contar sobre el Chateau.
Podría hablar de mi primera infancia y la dictadura, pero no sería sincero. Mis viejos habían estado viviendo afuera muchos años y estaban totalmente en bolas para cuando volvieron en el ‘77. Ellos tampoco tenían ninguna empatía con la revolución, así que todo eso fue para mi algo que entendí hace no tanto.
Cuando volvieron a Argentina se instalaron en el Cerro de las Rosas, Fader y 4. La vida era puertas afuera; las casas sólo un lugar donde comer y dormir. Nos movíamos en una masa de amigos, tías, cuñadas, abuelos, primos en carcajada condescendiente. Mamá nunca más volvió a ser tan feliz.
Cuando terminaron de arreglar la casa de Fader y 4, a papá le ofrecieron un ascenso en Buenos Aires. Yo vine en un moisés en el baúl de una Dodge rural; eran los tiempos en que la seguridad no era un valor intrusivo. Mamá lloró toda la ruta 9.
Las siguientes fotos del álbum son en plaza Alemania. Mis hermanas con el uniforme del San Martín de Tours y mi hermano con el del Bayard. Mamá con cara de velorio. Papá trabajando todo el día. Yo al borde de la obesidad.
Así y todo, mamá quedó embarazada otra vez. Durante ese tiempo el programa que dominaba los fines de semana era salir a ver terrenos y casas por zona norte. A mamá le parecía simpático el barrio River Plate porque le hacía acordar al Cerro. A papá le parecía un horror. Finalmente encontraron un terreno en Martínez, que daba al río y para el que claramente no les alcanzaba la guita. Cacho, amigo desde tiempos inmemoriales, que vivía viajando entre córdoba y Buenos aires, compró a medias el terreno con papá; pensando que en algún momento tendría que dejar su amada provincia. Finalmente Cacho siempre manejó su empresa de minería desde Córdoba y cuando papá pudo, le compró su mitad del terreno.
Se ve que en el año ’82 Martínez estaba en 9993 habitantes, porque cuando llegamos nosotros se convirtió en ciudad. Mamá miraba a sus vecinas indiferentes y añoraba el Cerro.
De la guerra de Malvinas no me acuerdo casi nada. Solo una vez que la encaré a mi vieja en la cocina y le dije “mamá: ¿estamos en guerra?” y a mamá se le erizó la piel de contestarme “sí”. Pero para mi era mucho más importante que yo tenía una vecina de mi misma edad, Lorena.
Los papás de Lorena eran armenios y todos los domingos iban a una quinta por algún lugar del norte del conurbano. A veces me invitaban y me empachaba con pilav, niños envueltos, Lehmeyún y manté. Pero lo mejor eran los postres, con una cantidad obscena de almíbar. Luego escuchaba a las mujeres que se reunían de a grupos y hablaban en castellano tomando café negro hasta que algún tema las obligaba a hablar en armenio. Daban vuelta los pocillos y leían la borra del café. Los hombres jugaban al tenis y al futbol. Cuando caía el sol se encerraban a ver los partidos y puteaban. Nunca me voy a olvidar el mal humor de esos hombres.
Otro plan que rankeaba alto era ir a la fábrica de los papás de Lorena. Chicortex recibía el algodón de una planta de hilado en Corrientes y con éste hacían remeras y joggings. A veces salía en el catálogo de Chicortex luciendo los modelitos ochentosos. Me acuerdo de las modelos grandes, que eran unos tremendos gatos. Los fotógrafos entraban sin avisar al cuarto donde ellas se cambiaban y eso mucho no les molestaba. La pose top del catálogo era: de espaldas a la cámara, con el torso girado para que en la misma toma el cliente pudiera ver la cara con maquillaje pastel esfumado y el monumental orto que tenían.
De Alfonsín solo puedo decir que me parecía una momia criolla cuya única gracia era hacer el gesto típico con las manos. Lo que sí me pegó fuerte fue el jingle de campaña de Herminio Iglesias, que, para el horror de mi madre, cantaba en todos lados. También estaba Ubaldini y su campera de cuero marrón, que con el tiempo me empezó a parecer no tan despreciable. Veíamos muchos programas de política porque la tele era de los grandes. Tantos que cuando venía Cacho a casa yo le preguntaba, a mis 5 años, si estaba de acuerdo en pagar la deuda externa y qué le parecía que tenía que hacer el Fondo Monetario Internacional.
Después vino la hiper, que yo seguía mediante un índice personal: ratio de chicles Bazooka. La hiper me parecía escandalosa; sin embargo a la mañana nos llevaba Pancho al colegio. Pancho era el chofer que la empresa le pagaba a papá.
Recuerdo con dolor el día que me dí cuenta que el perro Alfonso, de Telejuegos, era un muñeco. Fue horrible: en un cambio de cámaras quedó expuesto el brazo de Cecile penetrando analmente a Alfonso. Yo no lo quise creer ese día, así que me di unos meses para aceptarlo y preguntarle a mis hermanas.
Cuando empecé a ir al colegio mis hermanas ya juntaban años suficientes- ajustados a la época- para volver en el 168, así que las tres volvíamos así. A la mañana chofer, a la tarde colectivo. Claro que me tenía que fumar las escalas en los lugares de encuentro con los chicos de colegios vecinos. Casi siempre estaba cansada a esa hora, con ganas de llegar a casa y además quería tomar la leche, así que me ponía bastante densa. Mis hermanas trataban de yugular la crisis frente a los proto-galanes y después me llevaban a las patadas hasta la parada del 168.
Me acuerdo que cada fin de año los chicos salían en una especie de cacería humana a tirarles huevos a las chicas. Era como una sublimación general bastante bizarra; algo bastante cercano al sexo en la adolescencia católica sanisidrense. A veces se organizaban en comandos a bordo de jeeps y rodeaban mi colegio. Siempre estaba el grito agudo que alertaba “¡Huevos!” y de ahí en más la guerra de guerrillas se daba en pleno casco histórico. Yo sentía un vértigo desproporcionado con esta situación, aunque en realidad no fuera el blanco de los disparos porque era más chica. Pero era alta, muy alta, así que algunos huevazos de rebote ligué. Porque, sí, los huevos rebotaban y muchas veces hacían carambolas prodigiosas. Algunos dicen que han visto huevos rebotar en el atrio de la catedral y en el ojo de buey de Tribunales, en Elortondo y la Quinta Pueyrredón. Para los verdaderos targets, las chicas de secundaria, todo esto no hacía más que confirmar amoríos y lealtades, pero por sobre todo, llevar a punto de ebullición el histeriqueo.
Creo que esta historia de los huevos a fin de año se fue perdiendo con la llegada de lo políticamente correcto. Una pena.
Cuando mis hermanas egresaron, en el ’89, a mi todavía me quedaba mucho de 168, así que viajaba sola. Entonces, la empresa donde trabajaba mi viejo consideró excesivo llevar al colegio a los hijos de los directores y ya no hubo chofer. A la mañana casi siempre pasaba el mismo colectivero, que se fijaba si yo venía caminando por Paraná y me esperaba. A mi me parecía de lo más amable. Después empezó a decirme que pasara sin pagar, y yo creí que era muy canchero ese señor. Por último me dio un boleto que en la parte de atrás había escrito en lápiz: te invito a tomar un café. Yo 15, él 45 aprox.  Sin demasiadas vueltas, le agradecí y le dije que no. Me pareció de lo más natural. Ahora lo pienso en relación a mis hijas y creo que le cortaría los huevos en rebanadas.
Desde que tengo 14 que, en general, tengo más ganas de ir a bailar que de respirar. Esto, al principio, era un problema porque mis padres pensaban que estaba bien ir a bailar sábado de por medio. Pero yo tenía tantas ganas de salir, que me escapaba. No sé si había algo que me saliera mejor. Las coartadas eran perfectas, solo una vez falló y quedé en arresto domiciliario un tiempo. Para algunas amigas, mentirles a los padres era un pecado capital, que te dejaba en promoción para descender al infierno. Yo siempre lo vi más como “dulces mentiras que prolongan la vida de nuestros padres”. Qué considerada.
Me acuerdo cómo Menem nos transformó de a poco la cara de asco que teníamos cuando asumió, hasta llegar a poner un voto por él en la siguiente elección. Argentina parecía un municipio de Miami y sentí por primera vez que teníamos un rumbo. Me pasé gran parte del Menemato entre el boliche y la facultad. No sé si esto ya comienza a ser vejez, pero creo que no habrá otra época como los ’90 para salir de joda. Todo era festejable, irreflexivo. Hasta la corrupción.
No sé bien si fue por Menem, o porque sería así de todos modos, pero el mundo y sus noticias empezaron a entrar a mi cabeza. La guerra en el Golfo, por ejemplo. La seguíamos como si fuera a la vuelta de casa. Lorena, mi vecina, juraba que se acercaba el fin del mundo. Pasábamos horas viendo periodistas en el desierto relatando la nada misma.
En la celebración de los 500 años del descubrimiento de América fuimos a una exposición con el colegio. Yo tenía una amiga española, Estíbaliz Bárcena, y andábamos juntas recorriendo la muestra. Uno de los sectores estaba dedicado a la caída del muro de Berlín. Habían traído parte del muro y proyectaban un documental. Me acuerdo que se encendieron las luces y Estíbaliz no paraba de llorar. Para mi era incomprensible esa congoja. A mi me parecía tan ajena toda esa historieta, tan lejana, tan de libro de texto. Más lloraba Estíbaliz, más sentía yo que la brecha entre un mundo y otro se agrandaba. Al menos entendí que seguíamos estando en un pueblo en el culo del mundo.
Entonces fueron los atentados de la embajada y la AMIA; otra vez pensé que era un divague, que cómo podía pasar acá, que no pasaba nunca nada de todo eso que veíamos en CNN. No me cansaba de ver las fotos morbosas de la revista Gente. En especial recuerdo una imagen de un hombre con una estaca de madera clavada en el muslo y su cara inyectada de dolor y desesperación.
Para cuando hacía guardias como practicante, a De la Rúa le faltaba poco para el paseo en helicóptero. En el hospital se veía lo peor de todo. Lo peor de los recursos, lo peor de la violencia, lo peor de la injusticia, lo peor de la desidia. Gente muy cercana que se quedaba sin trabajo. Esa fue la primera vez que las balas pasaron cerca. Pero no, no nos dieron. Por lo que vengo viendo hay lugares que están blindados.
El once de septiembre de 2001 estaba cursando cirugía en el Hospital Houssay de Vicente López. Para la hora de los atentados yo ya me estaba volviendo a casa y me llamó la atención que había una quietud extrema. Mamá me abrió la puerta con cara de adrenalina y escupió “Están bombardeando Estados Unidos, es una guerra”. Me acuerdo que Mónica Gutiérrez, en su peor momento capilar, tenía ganas de llorar mientras relataba lo que pasaba. Le temblaba la voz, estaba desbordada. Yo no sabía si era que estaba sobredimensionando o si todo se iba al coño en serio.
Para cuando me casé ya lo había votado a Néstor. Sí, a Néstor. Me pareció que era alguien que venía a arremangarse y lo voté. De ahí en más me quedó claro que soy una boluda votando, que el voto calificado no estaría mal y que no hay que contarle a nadie a quién votaste. Esto último ahora es fácil porque con esa experiencia, tengo como una fijación al trauma y no me acuerdo a quiénes voté desde entonces. Me revienta ir a votar y me re contra cago en todos los que me hablan de lo que se sufrió por llegar a la democracia.
A mis hijas les escribo un cuaderno desde el día en que nacieron, contándoles anécdotas, logros, sensaciones. Lo escribo cada tanto, como para que no se pierda lo inolvidable, qué ironía. A Delfi le escribí: naciste y a los pocos días tenemos la primera mujer electa presidente de la Argentina. Se ve que la prolactina y la progesterona estaban haciendo estragos en mí.
Hace algo más de un mes, estaba sentada en la oficina de mi jefe discutiendo con él, cuando entró Brian sin tocar la puerta para anunciar que teníamos Papa argentino. La verdad es que el cónclave me importaba bastante poco, así que la noticia fue algo como “¿se supone que me tiene que emocionar este momento?”. Todo bien con vos, Francis, y el maravilloso mensaje de amor cristiano- al que suscribo-, pero no te banco la institución ni a palos. No, no te pongas mal, es solo una opinión.
Ayer fue la marcha en contra de la reforma del poder judicial. No fui. Tampoco voy a recitales y evito todo tipo de situación multitudinaria. Me parece de una estupidez soberana eso de sentir que porque estamos todos juntos por alguna causa somos mejores o más hermanos. Me empalagan esas sensaciones de esperanza y humanidad súbita. No tengo personalidad fanática, así que los fanatismos repentinos me dan ganas de vomitar hasta los riñones.
Mientras, en otros lados, florecen los atentados, los corralitos, el desempleo y Lady Gaga.
Me pregunto a dónde vamos, porque hace rato que ya dejé de preguntarme adónde voy.

lunes, 8 de abril de 2013

La Colectiva


Y  cuando vio que tenía la oportunidad ¡Chá! El golpe; de esos que después vuelven a la cabeza en el baño, antes de irse a dormir o recién despierto. El derechazo del Griego, que había pasado un tiempo en pausa, volvía con todo lo que podía ofrecer. Volvía, después de tanto mundo, en el barrio de Chacarita, a medianoche.
Hernán Charalambopoulos es nómade, pero cada tanto se pega una vuelta por acá, como la de aquella noche; y se encuentra con sus imprescindibles, como Cristián Bertschi. El Griego lleva las anécdotas de los confines del planeta y Cristián pone el vino.
Bohemio soy,
Atlanta es la alegría de mi corazón,
sos mi vida,
vos sos la pasión
más allá de toda explicación.
Y a mi no me interesa
en qué cancha jugués
local o visitante
yo te vengo a ver.
Ni la muerte no[1] va a separar
yo desde el cielo te voy a alentar
A Cristián los vestigios de su sangre suiza le dictaban casi todas las decisiones del día. Entonces, cuando decidió ordenar su vida, se mudó del departamento en Palermo, y por ende de sus vecinas, a Casa Parque Colectiva Los Andes, en Chacarita.
“Vamos, te acompaño hasta la plaza a tomar un taxi así saco el rope a mear”.
No habían hecho ni media cuadra cuando se encontraron con estos dos sujetos, que, en estado larvario, trataban de entonar la canción de cancha. Cristián no los tenía del barrio, pero enseguida adivinó que eran de La Cueva, una facción de la barra de Atlanta enquistada en los límites entre Villa Crespo y Chacarita.
A Cristián el barrio siempre le había gustado. Un poco por la arboleda de tipas, pero por sobre todo, por La Colectiva. Sobre la calle Leiva, mostraba sus condecoraciones en forma de placas de bronce: "Barrio Parque Los Andes. Primera Casa Colectiva Municipal, 1927"; "Ejemplo de arquitectura en vivienda ciudadana"; "Desde 1972, administración vecinal". Una verdadera pena que el arquitecto que la pensó, Fermín Bereterbide, no fuera valorado hasta después de su muerte. Lejos de eso, su modernismo y su militancia socialista lo expulsó de todos los círculos del establishment, dejándolo como un paria el día que se negó a darle la mano a Perón.
A Cristian esto le tildaba tres casilleros de su lista de requisitos: el de antiperonista, el de social-democracia y el de criterio estético vintage. Su manía de vivir sin separase ni por segundos de sus principios lo hacía sentir cómodo en ese lugar.
Cuando se encontraron con los tipos, sobre concepción Arenal, uno de ellos dejó de cantar y los miró feo. Como si instantáneamente se le hubiera pasado el pedo, se abalanzó sobre el Griego y Cristián con un: dame-la-plata-y-quedate-piola-amigo.
Para sacarle plata a Cristian se precisaba algo mejor que dos chorros muertos de hambre. Por lo que ni atinó a meter las manos en los bolsillos.
El Griego quería terminar la noche tranquilo y sacarse a los dos borrachos de encima en cuanto antes. Con un poco de resignación, y convenciéndose de que era el atajo correcto, sacó cien pesos del bolsillo.
“Tranquilo amigo, tomá”.
A chorro 1 le pareció que cien pesos con la inflación que había era una bicoca.
“Eh gato, dame máa, dame toda la guiiiita que tené, no te hagaa el piola que llamo a mis amigoh que están en la plaaaaza”.
La escena quedó detenida por unos instantes, todos procesando y calculando la magnitud del riesgo.
Chorro 1 miró a chorro 2 para saber si lo estaba acompañando en su imprevisto plan. A chorro 2 le costó un poco poner cara de malo porque un minuto antes estaba cantando y evocando la cancha de sus amores. Cristián miró a los chorros, y luego al Griego. El Griego sólo miró a los ojos a chorro 1. Fue el perro el que puso andar de vuelta la cinta con sus agudos ladridos y la determinación de ahuyentar a los bandidos.
Los ladridos actuaron como una diana de combate, y el puño derecho del Griego respondió cerrándose e iniciando una trayectoria a velocidad trueno desde su posición de descanso hasta la cara de chorro 1. ¡Chá! Sonó el golpe impiadoso.
Cristián, a quien la sangre le corre por las venas cinco o seis grados por debajo de lo normal, solo atinó a girar la cabeza para seguir con la mirada el recorrido espacial de chorro 1 hasta dar con la persiana baja de la biblioteca barrial.
Chorro 2 se debatía entre pelear, huir o seguir paralizado.
Chorro 1 se levantó del piso, como se levantaba cada vez que hay gresca de patadas y piedrazos cerca de la cancha. Y porque el prontuario de Atlanta dice:
Enemigos: Chacarita Juniors, Platense, All Boys, Argentinos Juniors, Defensores de Belgrano, Nueva Chicago, Ferro, Almirante Brown, Los Andes, Tigre, Deportivo Morón y Quilmes.
Amigos: No tiene.
De haber un tema, hubiera sido “Piñas van, piñas vienen”. Aunque Cristián, como un Robin que deja lucirse a Batman, estaba un poco al costado.
“¡Alto! ¡Policía!” se escuchó venir desde la esquina.
Efectivamente, un agente de la federal, en apariencia más próximo al Golden que a la Vucetich, venía corriendo con la reglamentaria en la mano.
El Griego aprovechó la distracción para meterle también un derechazo a chorro 2, quién giró sobre su eje, para caer mirando la pared, con las piernas cruzadas.
A los cinco minutos, la situación constaba de: tres patrulleros, diez canas, chorro 1 que sangraba y chorro 2 que llorisqueaba, ambos contra la pared.
Un agente de cuerpo chiquito inició la rutina, empezando por tomar los datos. Las suprarrenales del Griego no podían pasar del estado de combate, a las tareas administrativas como si nada, y la adrenalina seguía saliendo eyectada en pulsos de violencia.
“Éste tiene mi plata” le dijo al cana, buscando una forma más de vengarse.
Como chorro 1 estaba contra la pared, le metió la mano en el bolsillo y mientras le decía “Devolveme la guita hijo de puta” le sacó ciento cincuenta pesos.
“¡Eh!” gritó finito chorro 1 “¡Lo cincuenta peso son míiiiio!”
Para el griego, hacerle cincuenta pesos a un chorro no clasificaba como algo reprochable.
“¡Me sacó la plaaaaaaataaa!” decía una y otra vez chorro 1 entre lágrimas “Era para comprale la leche a mi hiiiiijooooooo”.
“Calláte vos” ordenaba el Griego desde sus ojos oscuros, inyectados de sangre.
Para ese momento Cristián ya se había dado cuenta de que esto no se arreglaba así. Ese era su barrio y chorro 1 y chorro 2, evidentemente eran sus vecinos; con los cuales tendría que seguir conviviendo luego de que salieran de la comisaría.
“Flaco, yo soy de tu barrio ¿cómo me vas a afanar a mí?” empezó a conciliar.
“Vo no soooo de acaaaa…”
“Cómo que no? Yo VIVO acá, en esta cuadra”
“Nooo… vo no naciiite acáaaa ¿Dónde nacite vó?”
“Yo vivo acá hace varios años y nací en Parque Patricios ¿por?”
“Ahhh viteeee…”
“Viste ¿qué? ¿Si venís a Parque Patricios entonces te tengo que afanar y cagar a tortazos? No papá, te equivocaste, a mí no me tenés que afanar”
Cristián llamó a un costado al Griego.
“No los denunciemos. Vos te vas pasado mañana y yo me tengo que quedar acá con estos dos lúmpenes que me van a venir a buscar”.
La alternativa incivilizada que proponía Cristián ponía al Griego en el lugar de tener que resetearse y buscar en su memoria el modus operandi argento.
“Amigo, vos no me quisiste afanar, y nadie te pegó ¿está bien?” se pronunció Betschi, tratando de usar poderes de persuasión Jedi  “Y si mañana nos vemos me saludás bien ¿eh?”
“A vooo siiii, pero al otrooo noooo... Si lo veeeooo, amigoooo, le voy
a tené que pegáaaa"
“El otro es problema tuyo con él, no conmigo...”
El cana chiquito, que miraba el zainete en primera fila, lo relojeó al Griego, quien, incómodo, no le quedó otra que devolverle los cincuenta pesos a chorro 1.
Cuando Cristián volvió a entrar a la casa colectiva, caminando por los jardines que hacían que los edificios no se hicieran nunca sombra entre ellos, sintió pena.
Dejó el perro en su departamento y abrió la heladera a ver si por milagro tenía un sachet de leche.
Salió nuevamente hacia la puerta de entrada, que estaba a unos ochenta metros, con el sachet en una bolsa de COTO. 
Para cuando llegó, la escena se había desarmado. Nada había pasado ahí.
De vuelta por los jardines, con el olor de las enredaderas abriéndose a la medianoche, me contó que pensó “yo soy más pelotudo…”.


[1] SIC

domingo, 24 de marzo de 2013

Alguien muy cercano


Toma un quinoto y lo aprieta en la boca. Luego lo escupe. No es una delicia el jugo, pero es divertido el juego. Con las canas cubriéndole el dorado, no son tantas las cosas con las que entretenerse.
Atrás quedó la energía y el derroche de movimientos sin sentido de los primeros días en casa. Fue una verdadera invasión sensorial: el pasto, los pájaros, el agua de la pileta, la escoba, la aspiradora y la cera recién pasada en el piso de cerámicos.
La rutina empezó a poco de llegar, y desde entonces ha estado ahí, marcando el ritmo de los días. A la mañana toca hacer un poco de oficina. Esto quiere decir, ir al patio de adelante y ladrar a todos los perros que pasen. Los que van solos, los que van ahorcados entre tantos perros que lleva el paseador y los que van a correr con sus dueños. Particular fobia le tiene a estos últimos.
Antes del mediodía, hay que ir a hacer la ronda a la cocina, no sea cosa que se pierda algún bocadillo que se cae de la mesada mientras se prepara el almuerzo. La actitud es siempre expectante, ojos enfocados, orejas estiradas para atrás y de vez en cuando algún gemido, para que quien esté en la tarea no se olvide de que ella está ahí, a la caza de un pedacito de carne o de queso.
El almuerzo, tanto como la cena, no son gran cosa, pero se festeja igual. Con los años ha tratado de hacerlo cada vez más temprano, insistiendo antes de la hora con gruñidos y miradas fijas, casi mafiosas.
A la tarde toca paseo. Antes le ponía mucho entusiasmo al tema de olfatear todos los rastros que otros perros hubieran podido dejar. Pero desde que la castraron, ya no es lo mismo. Se ve que las feromonas la tienen sin cuidado.
¡Ay! ¡Aquéllos días de amor! Varios novios, un solo amor: El Chavo. Si paseando se lo encontraba se ponía tan nerviosa que no sabía cómo apoyar manos y patas. Porque, claro, El Chavo no era un novato. El Chavo era el dueño de la cuadra, el galán del barrio. Chiquito, negro, chueco, una oreja cortada, un colmillo balconeando la quijada y muy altanero. Era la compañía de toda hora de los muchachos de la garita y se paseaba de un lado a otro en busca de alguna oportunidad. A Alfa se le ponía el cuerpo en completa tensión de solo verlo. Y a otras perras que lo cuadriplicaban en tamaño les pasaba lo mismo, como una Rottweiler de cuarenta y cinco kilos que vivió por acá cerca.
El Chavo era el primero en notar el celo de las perras. Si estaba destacado en la entrada de la casa, el dueño de la perra se daba por notificado del inicio del celo. En otoño, lo iban cubriendo las hojas amarillentas de los tilos mientras hacía guardia tratando de aprovechar algún descuido. Era tan chiquito que podía pasar entre las rejas del frente de la casa. Uno se podía encontrar con este semental atípico a cualquier hora en su jardín. Esto hizo que tomáramos más seriamente el control de la fertilidad de Alfa y así empezó con los anticonceptivos, como cualquier señorita educada.
Hacia el final de sus días El Chavo había decidido hacer piquete en el medio de la calle, obligando a los autos a esquivarlo. Fue víctima de su propio poder. Allá partió El Chavo al cielo de los perros, dejando un tendal de viudas.
Alfa nunca fue del tipo deportivo, más bien todo lo contrario. De hecho, una vez se desgarró en plena persecución de su Némesis, el gato blanco y negro. Sus salidas al jardín son casi protocolares y prefiere dormir sus seis o siete siestas diarias en la cocina. Alfa podría ser perfectamente feliz en un departamento.
El gran drama de Alfa son las tormentas y los fuegos artificiales. Es difícil comprender esa mente perruna que sufre una y otra vez con truenos y rayos, siendo que luego nunca pasa nada. Tal vez sea una gran metáfora de todos los miedos.
Como para cualquier perro, los seres que componen su mundo están jerarquizados. Ella está convencida de que tiene jerarquía de hija, porque un poco así la tratamos. Por eso, cuando vamos de viaje y la invitamos a subir al baúl del auto- que se comunica con el resto de la cabina- su cara de perplejidad muestra que para ella eso es algo inadmisible. Ella juraría que tiene derecho al asiento trasero. Cada vez que vamos con ella en auto la misma dramatización: su asombro, la tozudez de no querer dejar el asiento trasero, la agachada de cabeza y posterior entrada al baúl entre resoplidos.
Una sola vez pudo darse el gusto. Delfina tenía tres meses y habíamos decidido ir al campo. Como otros padres primerizos, incurríamos en conductas exóticas en pos del bienestar de la cría. La nuestra fue viajar con la siguiente configuración: Manuel al volante, yo atrás con Delfina y Alfa de co-pilota, con cinturón de seguridad puesto. Las carcajadas de los chicos que notaban esto en la ruta fueron inolvidables y nos vinieron bien para darnos cuenta que estábamos teniendo dificultades con la sensatez. Se trataba del extraño caso del hombre que prefería a su perro en lugar de su mujer como compañero de ruta.
Al llegar al campo, la jerarquía era mucho más compleja. Nilo, un enorme Rodesiano, comandaba un ejército de vándalos. Eran los chicos malos: cazadores furtivos, atemorizadores de visitas y hasta en el pueblo se comentaba que había que entrar con precaución a Las Marías por los “perros cazadores de liones”. Por suerte Nilo apadrinó a Alfa, manteniendo a raya los avances de los demás malevos.
De aquel viaje al campo nos trajimos una cotorra que había caído de un nido. La bautizamos Chacharramendi y subió al baúl con Alfa dentro de una jaula. Alfa no podía dar crédito a esta espiral de humillación y lloró un buen rato.
Vueltos a Buenos Aires, Chacharramendi se hizo fuerte y un día voló. Alfa vio volar a “Chacha” y después también despidió a las cotorritas australianas “Nina” y “Raúl”; a una cantidad indeterminada de palomas que se estrellaban contra el ventanal donde yo trabajaba y luego cuidaba hasta su recuperación; a zorzales caídos del nido; y a Igor, un benteveo abandonado por su madre. Recibió a los conejos Humo, Ramona y Houston; a los cobayos Jacinta I, Jacinta II y Lucas, y sus siete crías. Vivieron más o menos tiempo, pero Alfa siempre tuvo la certeza de que ella era la real, la única, la verdadera.
Hay cosas que Alfa nunca va a entender, como la inocencia de las tormentas. Pero esto fue algo que entendió rápidamente: desfilarían todo tipo de mascotas y alimañas pero la única que prevalecería sería ella. Si pudiera, Alfa tendría el anillo de Grondona que reza “Todo pasa”, su ley de vida.
Son diez años de estar juntas. Ya no me recibe como cuando era cachorra, dando saltos y emitiendo un sonido cual chancho. Pero tampoco es necesario a esta altura de la relación. A veces llego y desde su sexta siesta, abre un ojo y sin mover otro músculo, mueve un poco la cola, como de cortesía.
Me pregunto qué escribiría ella de mi. Cuando me despierto a la mañana, Alfa me mira de lejos, con los ojos un poco achinados, y es obvio que está midiendo mi humor, está evaluando cómo viene mi talante.
No por nada es tan buena compañera y calculo que todo el camino recorrido con ella será el tiempo que la llore cuando ya no esté.

Pagaré


Entró sin avisar, encorvada,
agarrándose la panza.
“Me duele! Me duele!”
“Dónde?”
“Abajo”
La quise mirar a los ojos,
no me dejó.
La senté en una silla de ruedas
y mientras la empujaba
pensaba: en un par de horas me voy.
Antes de llegar a gineco,
saltó de la silla a una camilla,
abrió las piernas y lo escupió.
Medía 30 cm y se movía.
No, no era un bofe.
Era un bebe, chiquito.
Aparecieron las ginecólogas y el neonatólogo,
las mujeres se ocuparon de la placenta,
el varón, del niño envuelto.
Quise agarrarle la mano a la mujer
pero se tapó con ella los ojos.
Fui a la neo y el hombre estaba
Más enojado que apenado.
“Si tuviéramos una incubadora decente
tal vez viviera” dijo entre dientes.
Miré a la madre,
que lloraba.
Acaricié al niño,
que en silencio pagaba.

El esqueleto



El casamiento era obligadamente informal porque se celebraba en el esqueleto de un edificio abandonado. De todos modos, mamá nos puso ropa de salir a mi hermano menor y a mí. Mis hermanas, más grandes, improvisaron un elegante sport.
Cuando salimos de casa vimos que en la vereda de enfrente se habían estacionado seis Mercedes Benz con chapa diplomática y una comitiva de treinta personas caminaba perdida de una punta a la otra de la cuadra.
“¿Vienen al casamiento de Alí?” les preguntó mamá.
Todos asintieron y se sumaron a nuestro pequeño grupo. Era la una de la tarde y hacía calor.  Los hombres estaban de traje y las mujeres de largo.
“Es por acá” los invitó mamá, abriendo la puerta de chapa pintada de celeste que acusaba varios golpes.
Las mujeres miraron a los hombres, y éstos, sin mediar expresión alguna, entraron al edificio abandonado, seguidos a prudente distancia por ellas.
Alí había acondicionado lo que hubiera sido una recepción de lujo, a un par de metros por encima del nivel de la calle, para hacer la ceremonia y la fiesta. El viento del río se paseaba sin problemas entre las columnas de hormigón armado y el desflecado de hierros oxidados que asomaba en cada corte.
Hacía años que el esqueleto estaba así, detenido. Los constructores habían conseguido un permiso trucho en la municipalidad de Vicente López para levantar una torre en una zona residencial. Para cuando alguien notó tamaña contravención ya se habían levantado demasiados pisos y la municipalidad se tenía que hacer cargo de la demolición, cosa que no sucedió hasta veinte años después.
Las mesas largas con manteles blancos estaban distribuidas en un gran espacio de techos altos. Esto, junto con la vajilla blanca y dorada, los mozos de negro, el pilaf y otras exquisiteces habían sido pagadas por la embajada.
La novia tenía puesto un vestido comprado de segunda mano que tenía un enorme lamparón de aceite y le quedaba cinchado. Hacía gala de sus malos modales y de su inexistente sangre árabe para incomodidad de los invitados.
Apenas llegó el Mulah se celebró la ceremonia religiosa. Mientras leía pasajes del Corán, Estela, la novia, se daba vuelta y decía “yo no entiendo nada”. En pocos minutos quedaron casados ante los ojos de Alá.
Mamá observó que las mujeres comerían de un lado y los hombres en el otro. Así que acomodó a la prole en el sector damas.
A Alí, que había llegado solo desde Jordania siendo adolescente, no le entraba más felicidad en el cuerpo. Su vida parecía estar dando enormes pasos en el último año.
Alí vivía en el esqueleto, protegiéndolo de las invasiones ocupas, y era una suerte de Don Quijote jordano. Hacía mucho que no percibía nada por su tarea de guardián de las catorce losas que se apilaban una sobre otra. En invierno el frío húmedo entraba a borbotones al esqueleto y él se refugiaba en su cuarto con un brasero. Una vez se intoxicó muy mal con monóxido de carbono y tal vez haya perdido ahí más neuronas de las que podía pasar a pérdida sin quedar en default.
Fue mamá quien le dijo que lo que tenía que hacer era dejar las changas y buscar algo en las embajadas árabes. El consejo fue como una epifanía y en poco tiempo consiguió trabajo de mozo en la embajada de Irán, con sus paisanos.
La tarea de domesticar a Alí no debe haber sido sencilla, pero estaba tan entusiasmado con su rol, que alguien ahí lo sacó bueno. Sólo pensar aquella vez que vino a casa a enseñarle a mamá a hacer yogur con su método, que consistía en meter el meñique hediondo varias veces dentro de la leche hasta conseguir la temperatura ideal.
Al tiempo de conseguir el trabajo, una loca que se autoproclamó novia se le instaló en el esqueleto. Estela era un desquicio que gritaba todo el día sin parar. Y vaga, muy vaga. Exactamente la Némesis del manual de la buena esposa árabe.
De alguna manera decidieron casarse. Él: cincuenta y algo, petiso, regordete; ella: cuarenta y pico muy mal llevados, morocha, de pasado dudoso.
Mi recuerdo de la fiesta es que fue algo realmente agradable. No sé si por la exótica ambientación, la comida, la brisa del río o el lejano griterío de los chicos del colegio Lincoln cuando salían al recreo. Porque claro, para el año ’88 no era impensable que un empleado de la embajada iraní viviera en una fortaleza de hormigón frente a un colegio americano, en la que podría haber apostado francotiradores, hombres bomba y demás delicias terroristas. El enemigo era Irak, apoyado desde la diplomacia por Estados Unidos, que ya había hundido un par de naves iraníes mientras protegía los barcos petroleros kuwaitíes. Pero para la Argentina de aquél entonces, tan lejana del mundo, lo que pasaba en los noticieros, quedaba en los noticieros.
Las conversaciones eran en farsi y creo que no había otros occidentales, aparte de la novia. Los hombres parecían constantemente enojados, y las mujeres eran elegantes y hablaban en voz baja.
Mi hermano y yo fuimos a explorar el edificio porque nunca habíamos entrado ahí. Estaba todo bien con Alí, pero mamá solo nos dejaba estar con él en la vereda.
Desde el primer piso ya se tenía una vista panorámica del río y la costa verde, muy verde. Todavía no estaba el Tren de la Costa y el bajo era un aguantadero de borrachos. Lo más cerca del bajo que llegábamos, era tirarnos por la barranca de Paraná con unos carritos a rulemán bastante rústicos, que con el tiempo y la dedicación de mi hermano se fueron convirtiendo en verdaderas naves.
Estábamos buscando la forma de llegar al segundo piso, ya que escalera no había, cuando escuchamos que mamá nos llamaba. Obviamente la preocupaba nuestra audacia y se excusó diciendo que quería que nos conocieran unas mujeres.
Mamá finalmente había empezado a hablar con dos invitadas. La mayor era la mujer del embajador, acompañada por su hija de unos veintipocos años. Manejaban un perfecto español, sobre todo la hija.
No parecían la clase de mujeres oprimidas por un régimen estricto como el del Sha Jomeini, y menos aún de una nación en guerra durante años. Por el contrario, ambas estudiaban medicina en la UBA, con la intención de volver a Irán, porque allá no había muchas médicas.
Mamá les confió que ella había vivido con papá en Irán y que allí había nacido mi hermano mayor. Con naturalidad, las mujeres le preguntaron qué los había llevado allá. Entonces mamá se explayó sobre las líneas de alta tensión y en que una de ellas pasaba por los campos de caza del Shá Reza Pahlavi y había sido investigado por eso. Le preguntaron en qué ciudades habían vivido y mamá les contó de Teherán, de Isfahán y de los bazares en los que se perdía. Quisieron saber si habían hecho amigos y mamá nombró vecinos franceses, algún americano y la empleada Armenia. Querían saberlo todo, y mamá habló de los viajes por el desierto y de la casa en la montaña. Todos recuerdos maravillosamente inocentes de quien ignoraba las policías secretas y las tensiones que se desarrollaban en el Irán más humilde, el de los Mulah de los barrios.
Para las cinco o seis de la tarde, la fiesta ya había dado todo lo que tenía, y los invitados comenzaron a partir. Alí nos despidió emocionado por su gran día y esperó a que cruzáramos la calle y entráramos a casa para cerrar su puerta.
El esqueleto era ahora un hogar.

Dos semanas más tarde, Alí tocó el timbre de casa. No era raro que viniera a casa; a veces necesitaba hablar por teléfono. Pero apenas lo vio, mamá trató de adivinar: “te peleaste con tu mujer”.
Alí traía muy mala cara y en su rudimentaria colección de palabras para describir sentimientos le contó a mamá que estaba muy triste y confundido. Lo habían echado de la embajada al volver de la luna de miel.
No terminaba de poner las emociones en su atragantado castellano, cuando mamá, en lugar de ver su rostro, vio el rostro de las dos mujeres.
Alí hablaba, pero de su boca no salía su voz. Salía la voz de mamá contándoles a las mujeres de la embajada toda su experiencia iraní. En lugar de ver las expresiones en el rostro ajado y perplejo de Alí, vio la piel suave de las dos mujeres preguntando entre qué años había vivido ahí y qué opinión tenía del Sha depuesto.
Maldijo mamá haber hablado tanto de ese pasado no revisado. De esos recuerdos aventureros que flotaban a tres metros del suelo iraní.
Sintió una culpa enorme que le dio vuelta el estómago mientras Alí seguía relatando la extrañeza del caso.
Todo aquello que no la había afectado estando allá, finalmente pasaba factura, dieciocho años después.
“No hay mal que por bien no venga, Alí” lo consoló mamá sin atreverse a mencionar la conversación con las dos mujeres “seguro que hay otra embajada que lo necesita”.
Meses más tarde, Alí murió atropellado. 

La Luz



No me acuerdo exactamente cuándo empecé a sentir, no son claros los recuerdos. Tal vez siempre haya sentido algo; al principio impresiones vagas y luego absolutamente todo lo que me rodeaba en forma de mensaje químico.
En realidad, lo del principio fue hermoso. Tenía más libertad y todo sucedía lentamente, a su tiempo. Durante un tiempo no muy largo pude nadar en este líquido suave y tibio envolviendo y rozando mi piel, atenuándolo todo a mí alrededor. Podía cambiar la posición de mi cuerpo las veces que yo quería, y sentía la cabeza repleta y la cabeza vacía. Después el espacio se fue cerrando, o yo me hice más grande, no lo sé, pero ya no pude nadar como quisiera hacerlo ahora.
Sí estoy seguro de que cambié de forma. Al principio era como un poroto con un largo brote. Después la cabeza me pesó tanto que me enrosqué, y no hacía otra cosa que mirarme la panza todo el día. No tenía párpados, pero la verdad es que acá no hay nada para ver. Tampoco orejas, que después me aparecieron, al igual que los párpados. Escuchar, lo que se dice escuchar, como escuché en otras vidas, no. Más bien diría que me llegan algunas frecuencias silenciadas por este paraíso líquido. No es todo silencio, no. Hay otros sonidos que componen mi mundo. Está el ta-tác, ta-tác, ta-tác. A veces quiero que se calle, porque no para, todo el tiempo: ta-tác, ta-tác, ta-tác. Va más rápido, va más despacio, y  no lo quiero oír más. Pero tonto no soy, sé que mientras suene va a estar todo bien. Así que me la aguanto y pienso en otra cosa.
A esta altura puedo decir que le tengo bastante tomado el tiempo. Hay momentos de estar  acostados y otros de estar parados. A la mañana escucho una lluvia sobre mi techo redondo y es bastante placentero. Incluso a veces canta.
 Cuando me da hambre, la escucho que come. Bueno, en realidad creo que come casi todo el tiempo que está despierta. Entonces después me viene todo eso a mí y me dan ganas de trotar por las paredes, y me pongo como loco, todo va en velocidad, es euforia. Mi corazón, que siempre va más rápido que el ta-tác de ella, parece desbocarse. Me dan ganas de bailar sin parar.
Lo que no está tan bueno es lo que sigue; cuando pasa la excitación: el asunto de las tripas. Cada vez que come, al ratito empieza a sonar la cañería. No, no es agradable. Me asusta, me estremezco. Algunas veces son peores que otras y todo retumba, y ruge. Parece una cueva con animales salvajes. Describir lo que sucede después…no, no vale la pena. Más de una vez pensé que abandonaría mi plácida recámara tironeado por esa descarga.
Peor aún sería hablar de esas noches que me preparo para descansar tranquilo, y en vez de acostarse y quedarse quieta, se le da por saltar y gritar. Siento que hay otro que me topa y no me gusta nada. Me tira el peso encima, entonces el líquido y yo nos vamos para un lado y para otro esquivándole a la presión. Por suerte dura poco, y, para decir la verdad, hace bastante que no vuelve a pasar.
Un día, no sé cómo, se me metió un dedo en la boca y estuvo genial. No podía dejar de chuparlo: eran los labios, la lengua y el dedo que ensayaban un trío inolvidable. Yo estaba aburrido y fue el gran momento del día. Lástima que después lo perdí y ya no supe cómo volver a encontrarlo.
Otras veces juego a mover las manos, eso es más fácil. También giro la cabeza y descubrí que estirar las piernas no es algo que le guste mucho a la locadora. Dice “¡Ay!” y algunas otras cosas más.
Hay un juego algo riesgoso pero muy divertido. De vez en cuando mientras muevo mis manos me encuentro con una especie de cordón que va de mi panza a una pared. Si lo aprieto, me mareo. Entonces lo suelto y siento que me viene el alma al cuerpo. Entonces lo vuelvo a apretar y la levedad viene otra vez. El juego es así: aprieto-suelto, aprieto-suelto. Es para jugar un rato nomás, porque sino después me siento pésimo.
Me dieron ganas de empezar a tragar un poco del almíbar. Abrí la boca y me tomé un buen sorbo. Tengo que decir que me desilusioné porque no era dulce como yo lo imaginaba, sino más bien salado. Tampoco es rico. Pero otra cosa no hay, así que lo tomo igual. Se ve que después ese mismo líquido pasa por mis propias cañerías y lo hago pipí. La primera vez que lo hice la sensación fue linda, relajada. Sentí la panza vaciarse al mismo tiempo que el placer recorría mi interior. Me quedé quieto, disfrutando y percibiendo cada detalle. Desde entonces, lo practico todos los días, varias veces al día.
Ahora estoy incómodo.  Muy incómodo. Casi no me puedo mover, me siento muy apretado, no tengo espacio, no puedo jugar. Mi cabeza está encajada y se llenó de sangre, así que estoy todo el día medio tarado. Siento que algo tiene que cambiar y no me gusta. Prefiero seguir aburriéndome.


Me despierto sobresaltado. Las paredes de mi morada se ciernen sobre mí empujándome y estrujándome. Los ruidos de ta-tác no son los mismos: son rápidos, desesperados. Mi cabeza se hunde en un hueco y me acurruco ahí.  Todo se volvió intenso. Tengo miedo. No sé qué es lo que va a pasar. Mi cabeza entra en una morsa y se deforma. Intento una vez y otra vez. Se parece al juego del cordón, pero cien veces peor. Todo indica que tengo que ir hacia ahí, que no sé adónde es. Otra vez mi cabeza tratando de hacer lo imposible, de pasar por ese lugar. Esta vez queda atorada ahí. Me desespero, no puedo girar la cabeza. Ha quedado apretada. Creo que voy a perder la cabeza. No estaría mal: que se vaya la cabeza y quedarme jugando acá. Pero el hueco viene por más: quiere mis hombros. Primero de un lado después del otro. El hueco me succiona. El líquido se va y todo parece colapsar. Creo que me voy a morir. Esto es horrible. Siento frío en la cabeza. Allá afuera, donde tengo que ir está frío y es distinto, ya lo pude sentir, estoy seguro. El almíbar no parece estar esperándome ahí, simplemente se ha ido. Otra vez me estrujan y en esta sí creo que me muero. Mi cara va a reventarse. Pasa primero un hombro, después el otro, mi cuerpo todo comprimido y salgo expulsado en un tobogán de almíbar y otras cosas.
Lo único que puedo hacer es emitir un chillido angustiante en busca de ayuda. Me escucho y más me desespero. El llanto golpea este lugar y vuelve a mí. No sé si puedo decir que lo peor ya pasó.
Me ponen sobre un cuerpo. Es tibio y blando. Tiene un olor. Es el primer olor que siento y me enamoro. Quiero abrir los ojos para ver este olor y me encandilo. La luz me ciega, me duele, me repliega. La luz me dice “este es otro mundo”.  Alcanzo a ver colores y formas. Es mucho para mi. Las figuras emiten sonidos. Siento frío y me pesa el cuerpo, nunca antes me había pesado. Solo quiero esconder la cabeza en esa piel con el olor que sentí, pero no puedo. Todo es tan intenso que algo colapsa en mi cabeza. Algo se rompe, se desliga, se suelta. Esa luz blanca que se quiere colar en mis ojos parece que quisiera llegar a mi cerebro y borrarlo todo. Y yo la dejo. Me entrego por completo. La luz manda en este lugar.  
La dejo entrar y borrar.
Hoy empecé a sentir.

viernes, 25 de enero de 2013

Mujer Amante


Por suerte la consigna fue “narrar detalladamente qué es lo que hace que te guste una determinada canción” y no “elegir el mejor tema del mundo y explicar por qué”. Esta inocente laxitud de la consigna me dio pie a poner de una buena vez por todas a Mujer Amante, de Rata Blanca, en ese pedestal laureado donde se colocan las canciones cuando se escribe sobre ellas.
Sí: Mujer Amante. Un temazo que merece ser cantado a coro desde las vísceras; cuanto más borracho mejor. A pura solidaridad con ese lamento que verso a verso va desgarrándose en dolor romántico. Cómo sufre ese muchacho, por favor. 
Cuando suenan los primeros acordes de Mujer Amante pareciera que se trata de una poderosa señal de superhéroe que convoca a audiencias variopintas a aullar junto al vocalista. Es un hecho: hay soldados de Adrián Barilari y Walter Giardino esparcidos por todos lados, parapetados en los lugares menos pensados. Una verdadera cofradía.
Pude comprobarlo una vez en la condición más exigente que pueda darse: un supermercado. Un lugar casi de paso, impersonal, estandarizado, ajeno a cualquier emoción. Creo que nadie es demasiado feliz en un supermercado.
Estaba en el sector verdulería, maldiciendo la lechuga marchita, cuando empezó a sonar Mujer Amante. Nunca antes había tenido conciencia de la música que puede sonar en un súper. No podría decir qué temas suenan en un súper de cadena. Quizás sea eso lo primero para destacar de Mujer Amante: te saca de donde estés y te pone en modo Spinal Tap de manera instantánea. 
“Siento el calor de toda tu piel en mi cuerpo otra vez”. La voz cargada de drama y una sensualidad un poco melosa empezó a envolver la situación. Sentí que tenía que cantarla, ignorando cualquier señal de pudor o vergüenza que proviniera del lóbulo frontal. “Estrella fugaz, enciende mi sed, misteriosa mujer”. La lechuga ya no importaba, había un alma desangrándose que atender, había sido convocada. “Con tu amor sensual, cuánto más me das. Haz que mi sueño sea una verdad”. Es una canción que no se puede cantar bajito, la letra pide impostar la voz, pide gesticular, pide entrega. “Dame tu alma hoy, haz el ritual. Llévame al mundo donde puede soñar”. Te lo pide en “tu”, no te lo pide en “vos”. Es amor puro y verdadero. Quiere ir a un mundo de unicornios y seres mágicos para que seas su pitonisa. Es maravilloso y ya se acerca el poderosísimo estribillo para gritar sin censura “Uhhhhhhhhhhhhhhhhh, quiero saber si es verdad”. 
No sé bien cómo en ese momento pude notar que un joven absolutamente anodino que juntaba tomates perita en una bolsa miraba al techo y acompañaba el “Uhhhhhhhhh”. Entendí que tenía que mirar alrededor, que estaba inmersa en un guiso de Rata Blanca. Un poco más lejos, el carnicero, dándole tajadas a un trozo de cuadrada para hacer milanesas, acompañaba con su voz el himno desolador. Continuaba su noble tarea, cantando y moviendo la cabeza al ritmo de la power balad. Más allá un repositor muy joven de la góndola de enlatados no sabía bien la letra, pero el pecho se le hinchaba de aire que quería ser exhalado como plegaria ritmada. Me pareció ver una cajera a la que un cliente le hablaba pero ella, absorta en los recuerdos que le despertaba la canción, no lo escuchaba.
Así, estás células dormidas de Mujer Amante, en el lugar menos pensado, a coro agudo canturrearon: “voy a buscar una señal, una canción”.
La canción fue cantada de principio a fin con intensidad in-crescendo. Daba la sensación de que algo verdaderamente iba a pasar. Que el hombre de seguridad finalmente le declararía su amor a la mujer de limpieza, o algo así. Pero no. Cuando la canción terminó, todos se desconectaron y retornaron a sus tareas. Seguramente con alguna sensación distinta. Con un significado diferente para cada uno. Los más grandes, algún amor no correspondido, o algún momento de sequía amorosa. Los más chicos tal vez con significante vacío pero percibiendo la vibración de esa fibra que tiene el tema.
Es difícil entender cómo interactúa Mujer Amante con los mortales. Una canción con un valor poético un poco pobre, que arranca en “tu” y cuando se pone un poco más cachonda, pasa, por razones que quizás la psicología pueda dar, al “vos”. Tal vez las neurociencias debieran tomarla como sujeto de estudio. Poner a individuos de edades y contextos distintos a escuchar la canción y ver qué los hermana en el electroencefalograma.
Es cierto que la  figura de la mujer como un ser redentor para el alma perdida de un hombre sensible es tan eficaz como trillada, pero no alcanza para explicar el fenómeno. Es más, a esta altura no sé si quiero entenderla.
Mujer Amante es uno de los grandes temas del rock nacional pese al que le pese. Con toda su monstruosidad y la arenga que suscita. No tendrá air guitar pero tiene muchos ojos cerrados y cuellos que se estiran para vocalizarla. Y a veintitrés años de su creación la señal sigue convocando reclutas.

PD: Los dejo aullando por el resto del día. No me odien.