Nací en 1978, un
día después del día del maestro. Mamá había comido una paella por algo
relacionado a esa fecha y a la madrugada su cuerpo le dijo “la paella o el
bebé”. Y salí yo.
Era enorme, pesé
cuatro kilos y medio, y la ropita que me había preparado mamá no me entraba. El
clásico bebé que ponen en exposición frente a la ventana de la nursery, al lado
de un bajo peso, como para el show.
Me parece que ni
bien salí de entre las piernas de mi madre alcancé a ver el Chateau, porque por
esa época era el epicentro espiritual de Córdoba. Creo que papá había dirigido
la obra de iluminación del estadio previo al mundial, y también creo que todos
tenían una historia para contar sobre el Chateau.
Podría hablar de
mi primera infancia y la dictadura, pero no sería sincero. Mis viejos habían
estado viviendo afuera muchos años y estaban totalmente en bolas para cuando
volvieron en el ‘77. Ellos tampoco tenían ninguna empatía con la revolución,
así que todo eso fue para mi algo que entendí hace no tanto.
Cuando volvieron
a Argentina se instalaron en el Cerro de las Rosas, Fader y 4. La vida era
puertas afuera; las casas sólo un lugar donde comer y dormir. Nos movíamos en
una masa de amigos, tías, cuñadas, abuelos, primos en carcajada condescendiente.
Mamá nunca más volvió a ser tan feliz.
Cuando terminaron
de arreglar la casa de Fader y 4,
a papá le ofrecieron un ascenso en Buenos Aires. Yo vine
en un moisés en el baúl de una Dodge rural; eran los tiempos en que la
seguridad no era un valor intrusivo. Mamá lloró toda la ruta 9.
Las siguientes
fotos del álbum son en plaza Alemania. Mis hermanas con el uniforme del San
Martín de Tours y mi hermano con el del Bayard. Mamá con cara de velorio. Papá
trabajando todo el día. Yo al borde de la obesidad.
Así y todo, mamá
quedó embarazada otra vez. Durante ese tiempo el programa que dominaba los
fines de semana era salir a ver terrenos y casas por zona norte. A mamá le
parecía simpático el barrio River Plate porque le hacía acordar al Cerro. A
papá le parecía un horror. Finalmente encontraron un terreno en Martínez, que
daba al río y para el que claramente no les alcanzaba la guita. Cacho, amigo
desde tiempos inmemoriales, que vivía viajando entre córdoba y Buenos aires, compró
a medias el terreno con papá; pensando que en algún momento tendría que dejar
su amada provincia. Finalmente Cacho siempre manejó su empresa de minería desde
Córdoba y cuando papá pudo, le compró su mitad del terreno.
Se ve que en el
año ’82 Martínez estaba en 9993 habitantes, porque cuando llegamos nosotros se
convirtió en ciudad. Mamá miraba a sus vecinas indiferentes y añoraba el Cerro.
De la guerra de
Malvinas no me acuerdo casi nada. Solo una vez que la encaré a mi vieja en la
cocina y le dije “mamá: ¿estamos en guerra?” y a mamá se le erizó la piel de
contestarme “sí”. Pero para mi era mucho más importante que yo tenía una vecina
de mi misma edad, Lorena.
Los papás de
Lorena eran armenios y todos los domingos iban a una quinta por algún lugar del
norte del conurbano. A veces me invitaban y me empachaba con pilav, niños
envueltos, Lehmeyún y manté. Pero lo mejor eran los
postres, con una cantidad obscena de almíbar. Luego escuchaba a las mujeres que
se reunían de a grupos y hablaban en castellano tomando café negro hasta que
algún tema las obligaba a hablar en armenio. Daban vuelta los pocillos y leían
la borra del café. Los hombres jugaban al tenis y al futbol. Cuando caía el sol
se encerraban a ver los partidos y puteaban. Nunca me voy a olvidar el mal
humor de esos hombres.
Otro plan que rankeaba
alto era ir a la fábrica de los papás de Lorena. Chicortex recibía el algodón
de una planta de hilado en Corrientes y con éste hacían remeras y joggings. A
veces salía en el catálogo de Chicortex luciendo los modelitos ochentosos. Me
acuerdo de las modelos grandes, que eran unos tremendos gatos. Los fotógrafos
entraban sin avisar al cuarto donde ellas se cambiaban y eso mucho no les
molestaba. La pose top del catálogo era: de espaldas a la cámara, con el torso
girado para que en la misma toma el cliente pudiera ver la cara con maquillaje
pastel esfumado y el monumental orto que tenían.
De Alfonsín solo
puedo decir que me parecía una momia criolla cuya única gracia era hacer el
gesto típico con las manos. Lo que sí me pegó fuerte fue el jingle de campaña
de Herminio Iglesias, que, para el horror de mi madre, cantaba en todos lados. También
estaba Ubaldini y su campera de cuero marrón, que con el tiempo me empezó a
parecer no tan despreciable. Veíamos muchos programas de política porque la
tele era de los grandes. Tantos que cuando venía Cacho a casa yo le preguntaba,
a mis 5 años, si estaba de acuerdo en pagar la deuda externa y qué le parecía
que tenía que hacer el Fondo Monetario Internacional.
Después vino la
hiper, que yo seguía mediante un índice personal: ratio de chicles Bazooka. La
hiper me parecía escandalosa; sin embargo a la mañana nos llevaba Pancho al
colegio. Pancho era el chofer que la empresa le pagaba a papá.
Recuerdo con
dolor el día que me dí cuenta que el perro Alfonso, de Telejuegos, era un
muñeco. Fue horrible: en un cambio de cámaras quedó expuesto el brazo de Cecile
penetrando analmente a Alfonso. Yo no lo quise creer ese día, así que me di
unos meses para aceptarlo y preguntarle a mis hermanas.
Cuando empecé a
ir al colegio mis hermanas ya juntaban años suficientes- ajustados a la época-
para volver en el 168, así que las tres volvíamos así. A la mañana chofer, a la
tarde colectivo. Claro que me tenía que fumar las escalas en los lugares de
encuentro con los chicos de colegios vecinos. Casi siempre estaba cansada a esa
hora, con ganas de llegar a casa y además quería tomar la leche, así que me
ponía bastante densa. Mis hermanas trataban de yugular la crisis frente a los
proto-galanes y después me llevaban a las patadas hasta la parada del 168.
Me acuerdo que
cada fin de año los chicos salían en una especie de cacería humana a tirarles
huevos a las chicas. Era como una sublimación general bastante bizarra; algo
bastante cercano al sexo en la adolescencia católica sanisidrense. A veces se
organizaban en comandos a bordo de jeeps y rodeaban mi colegio. Siempre estaba
el grito agudo que alertaba “¡Huevos!” y de ahí en más la guerra de guerrillas se
daba en pleno casco histórico. Yo sentía un vértigo desproporcionado con esta
situación, aunque en realidad no fuera el blanco de los disparos porque era más
chica. Pero era alta, muy alta, así que algunos huevazos de rebote ligué.
Porque, sí, los huevos rebotaban y muchas veces hacían carambolas prodigiosas. Algunos
dicen que han visto huevos rebotar en el atrio de la catedral y en el ojo de
buey de Tribunales, en Elortondo y la Quinta Pueyrredón. Para los verdaderos
targets, las chicas de secundaria, todo esto no hacía más que confirmar amoríos
y lealtades, pero por sobre todo, llevar a punto de ebullición el histeriqueo.
Creo que esta
historia de los huevos a fin de año se fue perdiendo con la llegada de lo
políticamente correcto. Una pena.
Cuando mis
hermanas egresaron, en el ’89, a mi todavía me quedaba mucho de 168, así que viajaba
sola. Entonces, la empresa donde trabajaba mi viejo consideró excesivo llevar
al colegio a los hijos de los directores y ya no hubo chofer. A la mañana casi
siempre pasaba el mismo colectivero, que se fijaba si yo venía caminando por
Paraná y me esperaba. A mi me parecía de lo más amable. Después empezó a
decirme que pasara sin pagar, y yo creí que era muy canchero ese señor. Por
último me dio un boleto que en la parte de atrás había escrito en lápiz: te
invito a tomar un café. Yo 15, él 45 aprox.
Sin demasiadas vueltas, le agradecí y le dije que no. Me pareció de lo
más natural. Ahora lo pienso en relación a mis hijas y creo que le cortaría los
huevos en rebanadas.
Desde que tengo
14 que, en general, tengo más ganas de ir a bailar que de respirar. Esto, al
principio, era un problema porque mis padres pensaban que estaba bien ir a
bailar sábado de por medio. Pero yo tenía tantas ganas de salir, que me
escapaba. No sé si había algo que me saliera mejor. Las coartadas eran
perfectas, solo una vez falló y quedé en arresto domiciliario un tiempo. Para
algunas amigas, mentirles a los padres era un pecado capital, que te dejaba en
promoción para descender al infierno. Yo siempre lo vi más como “dulces
mentiras que prolongan la vida de nuestros padres”. Qué considerada.
Me acuerdo cómo
Menem nos transformó de a poco la cara de asco que teníamos cuando asumió,
hasta llegar a poner un voto por él en la siguiente elección. Argentina parecía
un municipio de Miami y sentí por primera vez que teníamos un rumbo. Me pasé
gran parte del Menemato entre el boliche y la facultad. No sé si esto ya
comienza a ser vejez, pero creo que no habrá otra época como los ’90 para salir
de joda. Todo era festejable, irreflexivo. Hasta la corrupción.
No sé bien si fue
por Menem, o porque sería así de todos modos, pero el mundo y sus noticias
empezaron a entrar a mi cabeza. La guerra en el Golfo, por ejemplo. La
seguíamos como si fuera a la vuelta de casa. Lorena, mi vecina, juraba que se acercaba
el fin del mundo. Pasábamos horas viendo periodistas en el desierto relatando
la nada misma.
En la celebración
de los 500 años del descubrimiento de América fuimos a una exposición con el
colegio. Yo tenía una amiga española, Estíbaliz Bárcena, y andábamos juntas
recorriendo la muestra. Uno de los sectores estaba dedicado a la caída del muro
de Berlín. Habían traído parte del muro y proyectaban un documental. Me acuerdo
que se encendieron las luces y Estíbaliz no paraba de llorar. Para mi era
incomprensible esa congoja. A mi me parecía tan ajena toda esa historieta, tan
lejana, tan de libro de texto. Más lloraba Estíbaliz, más sentía yo que la
brecha entre un mundo y otro se agrandaba. Al menos entendí que seguíamos
estando en un pueblo en el culo del mundo.
Entonces fueron
los atentados de la embajada y la AMIA; otra vez pensé que era un divague, que
cómo podía pasar acá, que no pasaba nunca nada de todo eso que veíamos en CNN.
No me cansaba de ver las fotos morbosas de la revista Gente. En especial
recuerdo una imagen de un hombre con una estaca de madera clavada en el muslo y
su cara inyectada de dolor y desesperación.
Para cuando hacía
guardias como practicante, a De la Rúa le faltaba poco para el paseo en
helicóptero. En el hospital se veía lo peor de todo. Lo peor de los recursos,
lo peor de la violencia, lo peor de la injusticia, lo peor de la desidia. Gente
muy cercana que se quedaba sin trabajo. Esa fue la primera vez que las balas
pasaron cerca. Pero no, no nos dieron. Por lo que vengo viendo hay lugares que
están blindados.
El once de
septiembre de 2001 estaba cursando cirugía en el Hospital Houssay de Vicente
López. Para la hora de los atentados yo ya me estaba volviendo a casa y me
llamó la atención que había una quietud extrema. Mamá me abrió la puerta con
cara de adrenalina y escupió “Están bombardeando Estados Unidos, es una
guerra”. Me acuerdo que Mónica Gutiérrez, en su peor momento capilar, tenía
ganas de llorar mientras relataba lo que pasaba. Le temblaba la voz, estaba
desbordada. Yo no sabía si era que estaba sobredimensionando o si todo se iba al
coño en serio.
Para cuando me
casé ya lo había votado a Néstor. Sí, a Néstor. Me pareció que era alguien que
venía a arremangarse y lo voté. De ahí en más me quedó claro que soy una boluda
votando, que el voto calificado no estaría mal y que no hay que contarle a
nadie a quién votaste. Esto último ahora es fácil porque con esa experiencia,
tengo como una fijación al trauma y no me acuerdo a quiénes voté desde
entonces. Me revienta ir a votar y me re contra cago en todos los que me hablan
de lo que se sufrió por llegar a la democracia.
A mis hijas les
escribo un cuaderno desde el día en que nacieron, contándoles anécdotas,
logros, sensaciones. Lo escribo cada tanto, como para que no se pierda lo
inolvidable, qué ironía. A Delfi le escribí: naciste y a los pocos días tenemos
la primera mujer electa presidente de la Argentina.
Se ve que la prolactina y la progesterona estaban haciendo estragos en mí.
Hace
algo más de un mes, estaba sentada en la oficina de mi jefe discutiendo con él,
cuando entró Brian sin tocar la puerta para anunciar que teníamos Papa
argentino. La verdad es que el cónclave me importaba bastante poco, así que la
noticia fue algo como “¿se supone que me tiene que emocionar este momento?”.
Todo bien con vos, Francis, y el maravilloso mensaje de amor cristiano- al que
suscribo-, pero no te banco la institución ni a palos. No, no te pongas mal, es
solo una opinión.
Ayer
fue la marcha en contra de la reforma del poder judicial. No fui. Tampoco voy a
recitales y evito todo tipo de situación multitudinaria. Me parece de una
estupidez soberana eso de sentir que porque estamos todos juntos por alguna
causa somos mejores o más hermanos. Me empalagan esas sensaciones de esperanza
y humanidad súbita. No tengo personalidad fanática, así que los fanatismos repentinos
me dan ganas de vomitar hasta los riñones.
Mientras,
en otros lados, florecen los atentados, los corralitos, el desempleo y Lady
Gaga.
Me
pregunto a dónde vamos, porque hace rato que ya dejé de preguntarme adónde voy.